La vida de Adèle se impone a toda caverna ideológica. Es una obra libre, hermosamente libre, majestuosamente libre. Con ella el cineasta tunecino Abdellatif Kechiche logró la Palma de Oro en Cannes pero esto no es lo más importante. Se sabe que los premios no siempre son indicadores de excelencia.
Lo que importa aquí es la forma en la que Kechiche penetra en los sentimientos de dos mujeres que se aman como no volverán a hacerlo en su vida. El éxtasis del amor y también el desgarro del desamor son ejemplarmente filmados por Kechiche. Para ello cuenta con dos intérpretes de absoluta excepción: Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos.
Entre la sobrevalorada La gran belleza de Sorrentino y La vida de Adèle advierto grandes diferencias de tono y de lenguaje. La vida de Adèle suena a verdad desde el primer plano hasta el último. Lo explícito de sus secuencias sexuales no es lo más relevante sino todo el dibujo de la pasión que el cineasta es capaz de construir a lo largo de tres horas de metraje que pasan en un suspiro.
Obra intimista de cuerpos enredados al carrusel de la vida, al delirio torrencial del deseo, que no requiere de artificios expresivos para coronarse en toda la magnitud de su poética carnal que no se queda en la superficie de lo narrado. Al ver la película, al sentirla plano a plano, recordaba a Cernuda que veía al deseo como esa pregunta cuya respuesta nadie sabe. En el final del amor los personajes de La vida de Adèle no hallan respuestas sino vacío y el dolor de sentir que el deseo ha muerto y que ya nada puede ser lo mismo.